Los 19 de marzo de cada año siguen la misma pauta: se felicita a los padres, a los José, a las Josefa… y cada año par se recuerda la primera Constitución que tuvo España. Este año ha dado la casualidad de que se cumplían 200 años de la Constitución de 1812. No se han hecho esperar los actos institucionales y la propaganda (a bombo y platillo) de corte liberal. Hasta los Borbones, antaño reacios a aquello de humanizar la soberanía, se han apuntado al carro del constitucionalismo.
Y todo porque hay que darle alguna alegría al pueblo tras tanto agobio, tantos golpes sin vaselina y tan poco pan. Ya se sabe, cuando falta pan hay que inventarse recreaciones de algún pasado remotamente mejor, o en el que hubo algún triunfo. Pero lo curioso es que aquella fecha fue anecdótica, fuera de su contexto (en el caso de España) y que fue a contracorriente. Su celebración, en definitiva, es una estafa. Una estafa porque, pese a que suponga un acto -podríamos llamar- copernicano, que pretende cambiar el paradigma de una época para pasar a otra, en él no se concreta el punto de inflexión que supone, por ejemplo, la Revolución Francesa, o la primera Declaración de Derechos del Hombre. Significa un hecho importante, como lo es la aprovación de la primera Constitución de un país, pero no es más que una festividad para justificarse en el presente. No fue un punto de inflexión, precisamente, porque los sectores liberales (patriotas) no contaban con suficiente fuerza, y se encontraban en una tesitura en la que eran atacados tanto por los franceses (liberales) y los absolutistas (también patriotas). El hecho de que se redactara una constitución, y que su resultado tuviera tintes liberales, fue más por una cuestión coyuntural que por la correlación de fuerzas existente en la Guerra de Independencia.
Además la estafa de su celebración se concreta en hacer que el verdugo de aquel episodio –las monarquías absolutistas, la española entre ellas- sea representado como el artífice, el “otorgador”. Y no sería hasta más tarde, una vez muerto el “deseado”, y con una disputa dinástica de por medio, cuando se empezaría a constituir un régimen liberal a la medida de las clases dominantes. Ahí es donde radica el sentido de los regímenes liberales de cada Estado-nación: es la construcción que resulta del pacto entre las clases dominantes para adaptarse a la transformación capitalista de la economía y la sociedad, es su vertebración política. Asimismo, la historia de España ha demostrado ir a contracorriente; más bien a destiempo o con sus propios ritmos. Las Cortes de Cádiz, Riego, el Sexenio Democrático o la 2ª República son claros ejemplos de como nuestra historia no es asimilable a las “grandes” historias de los grandes países, sino que tiene su propio ritmo, pero asimilable a los procesos estructurales del desarrollo histórico europeo.
Pero la cuestión también está en la estafa que supone el liberalismo en si. Quizás habría que matizar un poco más. Es una estafa para aquellos que creían (o creen todavía) que el liberalismo propone un régimen de libertades para todo el mundo. La realidad ha demostrado ser distinta. La libertad es para quien la puede comprar… y el resto, incluidas las mujeres y las colonias, no merecen ser ciudadanos, por brutos, por eternamente infantiles o por animales. El liberalismo, pues, se asienta en la desigualdad material impuesta en un cuerpo de leyes que le rezan a la igualdad jurídica, muchas veces pendiente de una ley que la defina. El liberalismo no es más que la doctrina y el régimen que da cuerpo político-jurídico y moral a la dominación de clase de la era capitalista.
Y llegamos al 2012. El régimen liberal (con los prefijos que le pongamos) se ve tocado por la crisis del capitalismo, al que le debe la existencia y al que protege políticamente. Lo protege cuando es de utilidad; cuando no, el capitalismo tira de las dictaduras militares. En España el sistema político se ve tocado y, por eso, necesita de actos donde los acólitos del régimen demuestren su férrea lealtad a los principios de los pactos de la Transición. Veremos cómo cada vez aplauden más al monarca, cómo muestran en público su fidelidad a la Constitución y a un Parlamento cada vez menos representativo. Al mismo ritmo, pero en diferente dirección, veremos a la mayoría de este país desconfiar de aquellos que les gobiernan.
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